Hasta la década de los años setenta, las voces de los científicos acerca del mundo de las emociones se aunaron en contra de los dictados innatos de Charles Darwin. El biólogo navegante adivinó en el estudio de las especies animales que al igual que muchos otros comportamientos, la expresión facial de las emociones estaba, de algún modo, predeterminada. Las ciencias humanas se subieron al carro de la interacción con el medio y buscaron la forma de refutar las hipótesis de Darwin. De este modo, Wallace Friesen y Paul Ekman decidieron mostrar a personas de Brasil, Argentina, Chile y Estados Unidos imágenes de rostros diferentes en su constitución (edad, sexo, raza, nacionalidad…) donde se expresaba un variado elenco de estados emocionales. La conclusión daba la razón al viejo y zorro Charles, todos los participantes acertaban con gran pericia en la lectura emocional de aquellas fotos. Asombrados con los resultados, ambos investigadores pensaron que la enorme concordancia en la identificación de rostro y emoción se debiera quizás, a los inicios de la mundialización o “holliwoodización”. De este modo, decidieron ampliar el espectro de participantes con sujetos de Japón, Nueva Guinea y Borneo, sociedades occidentalizadas en menor medida. “Allí las emociones deben expresarse de otro modo a la fuerza” pensarían los científicos. Los resultados no fueron menos sorprendentes, el nuevo grupo de sujetos coincidía con el grupo anterior en seis emociones que se reconocían con gran facilidad. Nuevamente, admirados con el descubrimiento, aunque cautos y algo testarudos, Friesen y Ekman no se atrevieron a formular grandes hipótesis ya que cabría que el efecto de la cultura todavía fuera demasiado evidente. ¿Qué hacer? Ni cortos ni perezosos, los investigadores buscaron seres humanos que tuvieran el mínimo contacto posible con el mundo tal y como lo conocemos y así, se adentraron en las montañas de de Nueva Guinea al encuentro de la tribu “Fore”. Los niños de esta tribu de Papúa no habían visto en su vida una película, ni habían cruzado el límite psicológico de su selva, hablaban su propio idioma (bastante rudimentario, por cierto) y vivían absolutamente volcados en la estructura, reglas y tradiciones de su tribu. ¿Adivinan las caras de sorpresa de los investigadores y traductores cuando aquellos pequeños indianos reconocieron los mismos seis estados emocionales que los ciudadanos de Japón, Estados Unidos o Chile? Seguro que el gesto de Ekman y Friesen bien se merecía una foto. El resultado no pudo ser más concluyente para la comunidad científica internacional: existe una fuerte correlación entre los estados emotivos más importantes de la psicología humana y sus expresiones faciales, los gestos y la génesis de estas emociones son universales y no aprehendidos culturalmente. En el abanico de las seis emociones básicas y universales se encuentra el miedo.
Todos sentimos miedo y somos capaces de reconocer el miedo en los ojos y el rostro de otros seres humanos. Esta misma mañana sin ir más lejos, sentí miedo ante el telediario y al abrir la puerta, he respirado miedo en el gesto de mi vecino, ya mayor, al tropezar. El rostro que pondríamos usted y yo ante una película de terror, sería fácilmente reconocible por cualquier anciano o niño de la tribu “Fore” sin dudar un solo momento. El miedo nace con nosotros por una razón, la de alarmar, advertir y servir de experiencia subjetiva, cual señal de defensa y control ante cualquier peligro que nos amenace. De niños se nos permite tener miedos y a veces, se nos potencian con hombres del caso o accidentes que nos ocurrirán de improviso cuando hacemos aquello que se sale de la norma, ningún padre quiere un hijo Juan “Sienmiedo”. Socializamos en el miedo desde etapas muy tempranas; un niño hasta el año y medio puede jugar bajo el colmillo de una gran anaconda, sólo sentirá miedo cuando perciba los gritos y el pánico en el adulto que lo observa, entonces llorará y aprenderá el miedo.
Los miedos son entonces, parte necesaria de nuestra sociedad. Podemos tener miedo a un león, a las catapultas, a la luz eléctrica, a la rotura del átomo y al futuro de la civilización tanto como a los pájaros, los objetos punzantes, los espacios pequeños o a los adolescentes, a la violencia o a las agresiones físicas. Cuando enterramos el miedo en la maraña de nuestras emociones y lo mezclamos con percepciones, experiencias y pensamientos puede vivir latente y crecer para expandirse con el disfraz de la máscara de la angustia. El recuerdo, la lógica de lo cognitivo y las reacciones fisiológicas se mezclan en la coctelera ofreciendo una mezcla de miedos que reside en nuestro interior y nos emborracha. Es entonces cuando el león, la catapulta o el pájaro como objetos definidos, canalizan nuestros miedos a la muerte, a lo misterioso, a la oscuridad, a lo que no se nombra… y cuando no hay pájaro o león podemos canalizar nuestro miedo en el otro, en el diferente, en el nuevo o en el excéntrico ¿por qué no? Son los modernos y clásicos depósitos contenedores de nuestros miedos.
Huir de nuestros miedos sin enfrentarnos a ellos y rehusando comprender su verdadero significado o forma, facilita el camino para que cualquier cosa y cualquier persona puedan ser consideradas “emisoras” de miedo y ¿qué hacemos cuando algo nos produce miedo? Nos protegemos, tanto atacando como a la defensiva. Para eso es para lo que sirve el miedo, para protegernos del objeto punzante o de la violencia, pero ¿cómo nos protegemos cuando creemos que el miedo proviene del futuro, del progreso, del otro o de la juventud transgresora?
Si lo niños tienen miedos muy intensos y acuden con sus padres a la consulta de un especialista, en ocasiones, cuando ni si quiera son capaces de nombrar lo que les asusta se les pide que dibujen un monstruo, el monstruo del que tienen miedo: el pulpo de lo oscuro, mr. muerte, el diablo de la sombra, el doctor de los virus… El monstruo dibujado debe guardarse en un cofre con llave, dentro de un cajón con llave y dentro de un armario con llave. El niño comprueba que cada una de estas cerraduras está bien candada y entonces, se queda en su poder con las llaves. Se habla con él, ahora a salvo del monstruo que está encerrado, se construye un talismán de protección que pueda colgarse en cualquier momento y se explica al niño que gracias a este talismán se encuentra a salvo. Entonces comienza el entrenamiento y proceso de maduración para enseñarle a enfrentarse con su miedo, progresivamente con el monstruo cada vez más cerca y el talismán cada vez más lejos. Los adultos sabemos que el monstruo dibujado no es el verdadero rostro del miedo y que el talismán es solo una excusa para aprender y crecer.
Me parece estupendo ofrecer el grado de autoridad pública al profesorado en la medida en que sirva para evitar agresiones tan desagradables como algunas acontecidas, pero quiero recordar que ésta es tan solo una medida eminentemente jurídica y penal y para nada, una medida educativa. Es decir, que únicamente sanciona y protege, pero atención, no soluciona ni educa, no enseña, sólo contiene. Creemos un nuevo disfraz protector en forma de ley para los profesores, escribámoslo en letras bien grandes y démoslo salida en todos los medios a bombo y platillo, los talismanes son tan solo talismanes. Nuestros miedos y los de nuestros alumnos y sus padres no desaparecerán sin formación y medidas educativas. El castigo, la ley y la cárcel deben de ser palancas transformadoras, de lo contrario con el tiempo multiplican la conducta por la que se aplicaron.
Estamos programados para tener y reconocer el miedo pero solo si enseñamos las competencias sociales, comunicativas y éticas para hacerle frente podremos vivir con él, con nosotros mismos y con los demás. Ésta es la única esperanza para que en el futuro no ocurran agresiones como la de este principio de curso. La autoridad podrá imputarse a modo de talismán en un papel, el respeto y el crecimiento personal de nuestros alumnos no. El grado de autoridad pública es un talismán que nos sirve para que progresivamente, nos acerquemos a comprender nuestros miedos. Aquellos más miedosos también pueden llevar una estrella de “sheriff” colgada en la solapa, la autoridad no se aprende, lo que se aprende es el respeto. Una tarima y una ley no enseñan a respetar, que es la auténtica respuesta que se espera ofrecer al que goza de autoridad. El miedo y los talismanes sin tratar de comprender, crecer y aprender para enseñar producen sumisión, superstición y esclavitud. Sólo las medidas de carácter educativo garantizan que enseñemos el respeto, el deber y la obligación. Si la ley que concede autoridad al profesorado sirve para mejorar la educación y contribuir a nuestro desarrollo y al de nuestros alumnos, su primer artículo debería ofrecer los cauces educativos para impulsar su futura desaparición, del mismo modo que en cualquier revolución, el general que toma los mandos del gobierno debe convocar una democracia o de lo contrario se convertirá en un régimen del miedo. Aceptemos la nueva propuesta de autoridad como lo que verdaderamente es: un talismán de inicio.
El miedo es una emoción universal, si deseamos cultivar el respeto a la autoridad hará falta algo más que leyes-talismanes, hará falta enseñar a reconocer, manipular, enfrentarnos, comunicar y crecer con nuestras emociones, ellas nos acompañarán toda la vida y quizás entonces, de este modo, los niños de hoy no serán los padres violentos del mañana.