Miguel González tiene cuatro años. Su color favorito es el azul, el superhéroe al que quiere parecerse es “Spiderman” y de mayor, va a ser astronauta o jugador de fútbol, aunque si no lo consigue, siempre podrá ser profesor de mates como su papá -¡último consuelo!- Miguel está sentado solo en una habitación desde hace unos minutos. La habitación es toda de un tono gris, incoloro; una habitación lo suficientemente aburrida y poco estimulante como para que un niño de cuatro años se desespere después de treinta segundos solo... Desde su sillita, Miguel mira a la pared en busca anhelante de estimulación. La curiosidad es una serpiente eléctrica que trepa en el interior de sus canillas mientras espera a que algo, cualquier cosa, ocurra. En un instante la puerta se abre y cruza el umbral la seño, ¡uf!, suspiro de consuelo en la sala. La seño de Miguel irrumpe en la escala de grises con un gran bol de cristal, lleno hasta rebosar de caramelos de todos los sabores y colores posibles... Los ojos de Miguel se llenan de luz. “Elige dos caramelos, Miguel... ¿cuáles son los dos caramelos que más te gustan de todos los de este bol?” dice la seño con tono afectuoso. Miguel no da crédito, por fin algo bueno ¡y más que bueno! hay caramelos de naranja, ¡sus favoritos! “Ahora escúchame con atención, Miguel” explica la seño pausadamente “voy a dejarte uno de los caramelos aquí y el otro lo voy a llevar conmigo. Cuando tú quieras, puedes comerte el caramelo que te dejo encima de la mesa, pero si esperas a que yo vuelva sin comerte el caramelo, a mi regreso tendrás los dos, ¿me has entendido?”. Miguel asiente con la cabeza mientras sorbe saliva... y la seño se marcha con un delicioso, dulce y apetecible caramelo de naranja dejando a Miguel solo en la triste habitación con el otro. Miguel mira hacia el techo y ve gris, mira a una pared y ve gris, mira a otra pared y ve gris, mira a la mesa y ve... un delicioso, dulce y apetecible caramelo pidiendo que le hinquen el diente. “¡No, eso no!” piensa “yo quiero los dos caramelos...” ¡Pero qué situación más estresante! Imagínense. Solo ante el caramelo. “¿Cuándo volverá la seño?... ¿y si tarda mucho?...” La cabeza de Miguel es una olla exprés cocinando naranjas. Miguel mira de nuevo hacia el techo que está anaranjándose por momentos... Miguel coge el caramelo y se lo acerca a la nariz, lo huele, lo mancha de baba y juega con él entre sus manos. En los ojos del pequeño la habitación se ha teñido de naranja. Miguel mira hacia la puerta, desenvuelve el caramelo, lo observa detenidamente, mira de nuevo la puerta y... ¡qué diantres!, se lo come. Han pasado dos minutos desde que la seño se fue y ahora vuelve a la sala, pero sin el otro caramelo...
Laura de la Puente tiene cuatro años. Su color favorito es el violeta, le gustaría parecerse más a Hannah Montana y cuando sea mayor quiere ser bailarina o arqueóloga, aunque si todo esto no puede ser -como le tiene dicho su madre- siempre podría dedicarse a conducir ferrocarriles como hacia el abuelo. Cuando Miguel sale de la triste sala gris, Laura se cruza con él en el pasillo antes de sentarse en la sillita a mirar paredes. Laura espera, espera y espera... Al cabo de unos minutos, a punto de aparecer la serpiente eléctrica de la impaciencia, la seño entra en escena con una gran bol lleno de caramelos. Los ojos de Laura se llenan de tanta luz como antes los de Miguel. La seño repite pausadamente, las mismas instrucciones. Laura elige dos caramelos de fresa, sus favoritos, y la seño vuelve a marcharse dejando a la pequeña sola ante el caramelo... Laura mira hacia el techo, no hay nada; mira una pared, no hay nada; mira hacia el suelo, no hay nada. El caramelo rosa canta sobre la mesa. Laura cierra los ojos y piensa en las cosas que han hecho esta mañana en el colegio. “La N es un puente donde la F cruzó, pero en medio del camino, apareció una rayita con la Ñ y no le dejó. La F se fue enfadada a buscar a la G...”. Lo cierto es que después de la H las letras logran cruzar el puente con la ayuda del acueducto M, así que la historia dio para un par de minutos y Laura volvió la vista al apetecible caramelo. “¡Aaahhhhh!” largo suspiro... La pequeña mira hacia la puerta, observa el caramelo y lo toca con su dedo índice al igual que si fuera un bicho raro y pataleando boca arriba. Laura mira el caramelo que ya no parece tan rosa, es más bien una hormiga roja muy grande y gorda que ha caído de espaldas y no sabe levantarse. Laura coge a la hormiga, la pasea, cae por el increíble precipicio de la mesa pero ¡atención! ahora es un avión que vuela, ¡es la primera hormiga con alas del mundo y se ha salvado! Con gran pericia la hormiga aterriza en las coordenadas del aeropuerto rosa. Otra vez aparece un caramelo de fresa sobre la mesa. Laura suspira hondamente, de nuevo. En realidad han transcurrido siete minutos y la sala se está volviendo de color rosa. Laura pestañea, el rosa es casi como el violeta y el caramelo parece muy rico. “¡No!, ¡tengo que hacer algo, tengo que hacer algo, tengo que...!” piensa Laura. Y cierra las ojos para no mirar el caramelo. Pero con los ojos cerrados todo es muy aburrido así que Laura decide contar, simplemente contar. Ayudada por las manos, la niña sola en la sala gesticula y se balancea en la sillita contando y desplegando dedos con los ojos cerrados. “Uno el pulgar, dos el índice, tres el corazón, cuatro el anular, cinco el meñique... ¡seis el otro pulgar!, siete el otro índice...” Laura cuenta treinta dos, el equivalente a seis índices cuando han pasado doce minutos. Ya no aguanta más y grita. Da un golpe sobre la mesa, dos. Pero allí nadie aparece. Es el caramelo o ella. Se siente cansada y desesperada. Sabe que no aguanta más y toma la decisión más atrevida. Se levanta y se pone a bailar y a correr alrededor de la mesa. Han pasado más de quince minutos cuando la seño regresa a la sala y encuentra a Laura cantando Bisbal. Sin mediar palabra la seño saca el otro caramelo de su babi y la pequeña lo arranca veloz de sus manos y sigue dando saltos, ahora de alegría. A lo largo de toda su etapa escolar, es muy probable que Laura de la Puente consiga calificaciones significativamente mejores que Miguel González.
En la década de los sesenta, el psicólogo Walter Mischel de la Universidad de Columbia realizó este sencillo experimento con un gran número de niños de diferentes Estados. En el estudio real, únicamente existía una diferencia con respecto a la historia de Miguel y Laura, Walter utilizó malvaviscos en vez de caramelos. Después de esta primera dulce fase, se hizo un seguimiento de los expedientes académicos de los niños participantes durante diez largos años. Los resultados no pudieron ser más concluyentes: existe una correlación significativa entre aquellos niños que consiguieron aguantar más de quince minutos ante el caramelo y aquellos niños que no lo lograron.
Muchos psicólogos consideran este experimento el ejemplo perfecto para demostrar los beneficios de saber aplazar la recompensa o los refuerzos positivos en el tiempo. Para los educadores, es sobre todo, la prueba de que existen una serie de competencias, tan importantes (o más) que los contenidos que tratamos de enseñar y evaluar, que son los que garantizan el éxito personal y profesional de nuestros alumnos. Sin embargo, reflexionar únicamente sobre la habilidad para aplazar el refuerzo es una lectura simplista de este increíble estudio. La auténtica pregunta es: ¿qué han hecho los niños que han conseguido aguantar y cómo puedo enseñarles esas competencias a aquellos que no lo han logrado? Porque la educación no es únicamente un permanente proceso de perfeccionamiento que implica mejora en el desarrollo de nuestras competencias a través del aprendizaje (aprendemos contenidos y destrezas, sabemos de historia y matemática, podemos escribir y manejar ordenadores...); la educación es también, un medio para la inserción activa, profesional y la integración del ser humano en sociedad como sujeto pleno y autónomo en sus decisiones. Pero, sobre todo, la educación es una búsqueda constante de equilibrio y plenitud vitales entre alumno y profesor, una palanca de cambio y brújula del futuro de la humanidad. Cuando educamos queremos conseguir personas felices, plenas, íntegras y dotadas de las herramientas personales, no sólo cognitivas, sino también emocionales, comunicativas, éticas y sociales para que vivan en armonía consigo mismas desde la autenticidad de sus singularidades.
En este estudio los niños de cuatro años son sujetos ante una situación estresante proporcional al momento evolutivo en el que se encuentran. Si Laura ha sido capaz de distraerse, imaginar, crear, reconocer como se sentía, analizar sus opciones, canalizar su frustración y, finalmente y como consecuencia, aplazar su recompensa; es injusto que el resto de nuestros alumnos no tengan la oportunidad de aprender estas destrezas. Laura será la misma Laura a los dieciocho ante su examen de Selectividad, a los veinte y seis ante su primera entrevista de trabajo y a los cuarenta cuando se quede en el paro. Miguel también. Solo que ya podríamos vaticinar el futuro de ambos si no aprenden algo más que contenidos con su familia o en el colegio, los dos grandes agentes educativos.
Si nos fijamos en el currículo actual, la única oportunidad de que disponemos (y que en muchos centros de despilfarra indecorosamente, sin acciones estructuradas y sin ninguna evaluación) es la hora semanal de tutoría. Actualmente, con la nueva introducción del concepto de competencias en la LOE, ha aparecido la competencia de “Autonomía e iniciativa personal” que aunque es un primer paso para tratar estas destrezas en todas las materias, su desarrollo y conceptualización son insuficientes. Quizás de aquí provenga el dicho popular, el saber (auténtico) no ocupa lugar, parece que los contenidos sí.
Miguel Hernández y Laura de la Puente pueden tener miles de caras y algunas de ellas se encuentran hoy en nuestras aulas. Laura tiene muchas probabilidades de lograr el éxito personal y profesional en su vida, pero no nos olvidemos de educar a Miguel con el saber que a día de hoy, todavía no ocupa lugar.